Llamas a mi puerta,
miras desconfiada:
esperas respuestas,
no sé qué te
enfada.
No sé qué decirte.
No sé lo qué pasa.
No sé lo qué pasa.
Pretendo mentirte,
me siento culpable,
aunque no sé de
qué.
Observo tu rabia
que apenas
contienes,
tu respiración
agitada
me advierte
que pronto se
acerca
una escena crispada,
patética y terca,
patética y terca,
de gritos y llanto.
Tu voz ya
frenética,
apaga mi pudor
con tal de
desencanto,
que quiero correr
lejos del mal rato
que voy a tener.
Me miras, me retas,
me gritas garabatos
y tus arrebatos
me llenan de pavor.
No sé lo que hice,
tal vez tú lo
sepas,
por qué no me dices
y dejas la
actuación.
Me culpas de algo,
que aún no me
dices,
tus gestos me hablan,
porque tus palabras
no me dicen nada,
pero lo que
entiendo
es alguna locura,
alguna ilusión
que sin duda
tuviste.
Producto de tu
mente
y de mi sumisión.
Antes podía
adivinar
tus frecuentes
momentos
de locura y
paranoia.
Pero el tiempo
te ha vuelto impredecible.
No sé qué te
aqueja.
De pronto me
enfrentas
con gran agresión.
Mamá, ya estoy
grande,
por si no te
acuerdas,
hace cuatro años
pasé los cuarenta,
Tú nunca me
entiendes,
creo que me iré
muy lejos de casa,
muy lejos de usted.
Y por favor,
mamita querida,
mamita adorada,
procura no olvidarte
mandarme mesada
a la dirección,
que tan pronto la
tenga,
te la haré saber.
Si no te he dejado
sola
es porque te quiero
y, ¿por el dinero?
bueno, por eso
también.
Si no quieres que
me vaya,
me lo dices ahora,
porque cuando lo
haga
no regresaré.
Ni aunque me
ruegues,
esta vez no se
repetirá,
lo de la última vez.
(Al menos ahora,
eso creo.
Mañana, tú sabes:
todo puede ser)