El potente bramido del
motor y los gases de combustión saliendo por el tubo de escape abierto, causan
un ruido ensordecedor, haciendo trizas el --casi nunca absoluto-- silencio
nocturno de la ciudad.
En una rueda y esa
velocidad, la adrenalina produce un vértigo incomparable, un éxtasis fabuloso:
un clímax frenético e intenso inducido por una cópula magistral entre hombre y
máquina. Vuelve a posar la rueda delantera sobre el pavimento, después de
realizar la impresionante pirueta de equilibrio y, acelera… el feroz rugido se
amplifica groseramente y se expande por la calle desierta.
Reflejando las luces
del entorno, el metal centelleante de la motocicleta genera una visión
formidable, alucinante, psicodélica. Se siente el rey de las calles, esa máquina
maravillosa que monta es un bólido furibundo único en la noche. La luz roja del
semáforo cambia a verde justo a su paso, es como un saludo reverencial.
El viento tibio del verano
va desordenando su abundante cabellera y lo obliga a semi cerrar sus almendrados
ojos claros. Le encanta vivir al límite y sentir esa fantástica sensación de
libertad, es sublime e insuperable. Se siente tan feliz.
Las maldiciones que
espontáneamente brotan en su contra, de aquellos que se van despertando en su
avance, se multiplican cada vez más. Aparentemente, ni siquiera se imagina, o
realmente no le importa, los insultos que le son proferidos y los malos deseos
que inspira; por su absurda, fastidiosa y egoísta acción. Cree y siente, que
los demás deben estar admirándolo, o mejor dicho aún, envidiándolo.
La luz amarilla de
un semáforo impertinente e inoportuno lo obliga a acelerar. La luz roja aparece
antes de lo calculado. Sin embargo, esto nunca le ha preocupado demasiado e
igual avanza, acelerando todavía más… por un instante, pierde en parte el
control del móvil, que zigzaguea. Entonces, justo en el cruce, una sombra
intercepta su caótica trayectoria. No hubo tiempo para frenar o esquivar. Un
golpe seco seguido por un chirrido descomunal, va acompañando la amalgama de latas
retorciéndose y arrastrándose por el pavimento. Sobre el que se va dibujando
una serpenteante estela de sangre, aceite y combustible. Mientras, el roce
produce relampagueantes y vistosas chispas, las que se encargan de encender el
líquido inflamable. Un par de ruidosas explosiones y parte de los restos, que
quedan dispersos, comienzan a arder con danzantes llamaradas que se abren
semejando a pétalos de flores infernales. Iluminando la noche en aquel sector
de la ciudad.
Y la antes solitaria
calle, se va llenando de susurros de gente curiosa y somnolienta. Murmurando,
unos contando algunas de las versiones que circulan acerca de lo acontecido y
otros tratando de averiguarlo. Los menos ayudan, llamando urgente a emergencia
y a la policía.
El tiempo ha perdido
su sentido y dimensión cronológica, se ha tornado pegajoso, como el plástico
fundido y ha escurrido tan lento entre el ruido, el humo, la sangre y el metal
retorcido y calcinado; que parece haberse detenido. Abruptamente abre los ojos,
pero la oscuridad persiste, apenas respira y aún así, intenta levantarse, pero
le es imposible. Ninguna parte de su cuerpo le obedece…
…Una silla de ruedas es
empujada por una mujer algo mayor y, aunque sin ser vieja, por su aspecto y
actitud, parece una anciana. Espera con cierta impaciencia que el semáforo al fin cambie a la luz verde, para poder lo antes posible, cruzar por el paso
peatonal. Al otro lado de la calle se encuentra el hospital.
En esa silla, con ojos
vaciados y un rostro sin facciones, un inmóvil cuerpo yace prisionero, flácido
e inerte. Desde lo que pareciera ser su boca, se escurre un hilillo de baba. Un
atormentado rictus se le quedó pegado para siempre.
El semáforo se empeña en
alargar la amarga espera. La mujer amorosamente --con su mano temblorosa y la
ternura propia de una madre— ordena un aislado y ralo mechón de cabello,
ubicado en la coronilla de la rugosa cabeza de aquel postrado. Para luego,
acariciarlo con suma delicadeza, tal si él fuera un pequeño niño dormido.
Mientras unas lágrimas involuntarias –que con frecuencia se le escapan desde
sus ojos opacos, casi ocultos bajo sus henchidos párpados caídos— se van
resbalando con lentitud por sus pálidas mejillas, surcadas por el cansancio y
el sufrimiento. Ya no le importan o quizás, ni siquiera se percata, de las
miradas curiosas, murmuraciones y comentarios que se producen en su entorno
cercano.
Se encuentra casi
desquiciada por el profundo e infinito dolor que padece. Muchas veces le han
explicado, no sólo en ese hospital, que no existe rehabilitación posible. Pero,
ella vuelve una y otra vez. Insiste, siempre insiste --y al parecer nadie
entiende que es su hijo… ¡¡su único hijo !! --
Y aquel que vivió al
límite. El culpable de tal situación, a pesar de todo el daño causado por su
irresponsable conducta, ni siquiera se enteró de que su acción gestó tan
irremediable tragedia y, tampoco sintió nada. Tuvo suerte. Sí, él tuvo mucha
suerte: en el accidente murió instantáneamente…
--FIN--