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miércoles, 27 de junio de 2012

Al Límite

El potente bramido del motor y los gases de combustión saliendo por el tubo de escape abierto, causan un ruido ensordecedor, haciendo trizas el --casi nunca absoluto-- silencio nocturno de la ciudad.

En una rueda y esa velocidad, la adrenalina produce un vértigo incomparable, un éxtasis fabuloso: un clímax frenético e intenso inducido por una cópula magistral entre hombre y máquina. Vuelve a posar la rueda delantera sobre el pavimento, después de realizar la impresionante pirueta de equilibrio y, acelera… el feroz rugido se amplifica groseramente y se expande por la calle desierta.

Reflejando las luces del entorno, el metal centelleante de la motocicleta genera una visión formidable, alucinante, psicodélica. Se siente el rey de las calles, esa máquina maravillosa que monta es un bólido furibundo único en la noche. La luz roja del semáforo cambia a verde justo a su paso, es como un saludo reverencial.

El viento tibio del verano va desordenando su abundante cabellera y lo obliga a semi cerrar sus almendrados ojos claros. Le encanta vivir al límite y sentir esa fantástica sensación de libertad, es sublime e insuperable. Se siente tan feliz.

Las maldiciones que espontáneamente brotan en su contra, de aquellos que se van despertando en su avance, se multiplican cada vez más. Aparentemente, ni siquiera se imagina, o realmente no le importa, los insultos que le son proferidos y los malos deseos que inspira; por su absurda, fastidiosa y egoísta acción. Cree y siente, que los demás deben estar admirándolo, o mejor dicho aún, envidiándolo.

La luz amarilla de un semáforo impertinente e inoportuno lo obliga a acelerar. La luz roja aparece antes de lo calculado. Sin embargo, esto nunca le ha preocupado demasiado e igual avanza, acelerando todavía más… por un instante, pierde en parte el control del móvil, que zigzaguea. Entonces, justo en el cruce, una sombra intercepta su caótica trayectoria. No hubo tiempo para frenar o esquivar. Un golpe seco seguido por un chirrido descomunal, va acompañando la amalgama de latas retorciéndose y arrastrándose por el pavimento. Sobre el que se va dibujando una serpenteante estela de sangre, aceite y combustible. Mientras, el roce produce relampagueantes y vistosas chispas, las que se encargan de encender el líquido inflamable. Un par de ruidosas explosiones y parte de los restos, que quedan dispersos, comienzan a arder con danzantes llamaradas que se abren semejando a pétalos de flores infernales. Iluminando la noche en aquel sector de la ciudad.

Y la antes solitaria calle, se va llenando de susurros de gente curiosa y somnolienta. Murmurando, unos contando algunas de las versiones que circulan acerca de lo acontecido y otros tratando de averiguarlo. Los menos ayudan, llamando urgente a emergencia y a la policía.

El tiempo ha perdido su sentido y dimensión cronológica, se ha tornado pegajoso, como el plástico fundido y ha escurrido tan lento entre el ruido, el humo, la sangre y el metal retorcido y calcinado; que parece haberse detenido. Abruptamente abre los ojos, pero la oscuridad persiste, apenas respira y aún así, intenta levantarse, pero le es imposible. Ninguna parte de su cuerpo le obedece…

…Una silla de ruedas es empujada por una mujer algo mayor y, aunque sin ser vieja, por su aspecto y actitud, parece una anciana. Espera con cierta impaciencia que el semáforo al fin cambie a la luz verde, para poder lo antes posible, cruzar por el paso peatonal. Al otro lado de la calle se encuentra el hospital.

En esa silla, con ojos vaciados y un rostro sin facciones, un inmóvil cuerpo yace prisionero, flácido e inerte. Desde lo que pareciera ser su boca, se escurre un hilillo de baba. Un atormentado rictus se le quedó pegado para siempre.

El semáforo se empeña en alargar la amarga espera. La mujer amorosamente --con su mano temblorosa y la ternura propia de una madre— ordena un aislado y ralo mechón de cabello, ubicado en la coronilla de la rugosa cabeza de aquel postrado. Para luego, acariciarlo con suma delicadeza, tal si él fuera un pequeño niño dormido. Mientras unas lágrimas involuntarias –que con frecuencia se le escapan desde sus ojos opacos, casi ocultos bajo sus henchidos párpados caídos— se van resbalando con lentitud por sus pálidas mejillas, surcadas por el cansancio y el sufrimiento. Ya no le importan o quizás, ni siquiera se percata, de las miradas curiosas, murmuraciones y comentarios que se producen en su entorno cercano.

Se encuentra casi desquiciada por el profundo e infinito dolor que padece. Muchas veces le han explicado, no sólo en ese hospital, que no existe rehabilitación posible. Pero, ella vuelve una y otra vez. Insiste, siempre insiste  --y al parecer nadie entiende que es su hijo… ¡¡su único hijo !! --

Y aquel que vivió al límite. El culpable de tal situación, a pesar de todo el daño causado por su irresponsable conducta, ni siquiera se enteró de que su acción gestó tan irremediable tragedia y, tampoco sintió nada. Tuvo suerte. Sí, él tuvo mucha suerte: en el accidente murió instantáneamente…       



--FIN--